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Hay un teatro acomodaticio, que sigue con fidelidad las reglas establecidas y a poco que se esmere el autor o le ayuden la inspiración y los intérpretes, puede cosechar buenos resultados sobre el escenario. No hace falta más que una buena historia, una adecuada carpintería teatral y una discreta actuación. Pero hay otro teatro que prefiere jugar con los retos, que trata de distanciarse del camino seguro, que opta por investigar nuevas fórmulas y que obliga a los intérpretes a demostrar qué es lo que son capaces de hacer, hasta dónde pueden llegar. Este último teatro no necesita ni tan siquiera escenografía, sólo el dominio de la palabra, que es en definitiva la clave del arco del arte dramático. De ahí que siempre hayamos manifestado nuestra rendida admiración por el monólogo, que enfrenta al actor o actriz sin apoyatura alguna y sin más herramienta que la del texto que debe decir.
“La marató de Nova York”, el montaje que se repone en el teatro Aquitania, no es un monólogo, sino un diálogo, pero no por ello constituye un reto de menor cuantía. Porque la acción dramática exige que los dos intérpretes, Joan Negrié (por cierto, también traductor del texto de Erba) y Albert Triola, hablen en actitud de movimiento constante, como si realmente estuviesen entrenándose para correr en una maratón. Edoardo Erba imagina a los amigos preparándose para competir en esa prueba deportiva y les obliga a correr, o a hacer figuradamente que corren, mientras mantienen una conversación. Es, ciertamente, un juego que permite la ficción teatral porque sin duda ningún corredor gastaría sus energías en hablar mientras se esfuerza en adelantar a los demás.
Este convencionalismo permite al autor desgranar una acción dramática en la que cada uno de los personajes exhibe un talante diferente ante el deporte, lo que implica paralelamente una actitud distinta ante la vida: uno, más esforzado, el otro, menos competitivo. Una excusa para que el autor penetre, a medida que discurre esa extraña competitivo. Todo ello a través de una conversación en la que hablan desde de las mujeres que han conocido hasta de la existencia de Dios a título de excusa para que el espectador penetre en el alma de cada uno de ellos.
Dice Juan Carlos Martel: “Vivir para correr. Huir hacia delante. Corren y hablan de la vida. Sudan. Soplan. Sueñan. Una metáfora de la vida. Y todo esto también es el teatro. Una comedia que corre sola y un desafío entre los dos protagonistas. Interpretar y correr. No existe vencedor porque, como la vida, el primero acaba siendo el último como si todo fuera una fantasía equivocada. Un sueño”. Y añade: “esta pieza de Erba nos hace reír y llorar porque explica humanamente, sin ningún mecanismo teatral, únicamente con dos actores que se dejan literalmente la piel, cómo son nuestras vidas de llenas y vacías a la vez”.
“La marató de Nova York” es una verdadera carrera interpretativa de una hora sobre el escenario del Aquitania y constituye, por tanto, una pieza escénica atípica, que exige un esfuerzo sobrehumano a Negrié y Triola que, más allá del juego teatral que propone, invita a pensar y razonar sobre nuestra propia existencia.
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